Los trajes blancos han aparecido nuevamente y no puedes evitar que tus labios se muerdan con burla y desprecio, casi con odio. Los trajes blancos desaparecieron durante la gran desbandada, en aquellos meses de gritos y plomo en las calles, después del asunto “Mataron al chivo en la carretera” .
Jamás pensaste verlos al igual que antes, casi exactamente al igual que antes, como si de golpe te metieran en un túnel que llevara al pasado. Sabías que los acontecimientos marchaban mal para gente como tú, desde que tumbaron el gobierno electo libremente después de treinta años de tiranía. Tranquilízate. No te preocupes. El maletín ya lo guardó Carmela, el saco de “sport” a cuadros grises y negros, botones de metal, descansa en el tubo que sirve de guardarropa en la alcoba, y el pequeño Roberto trae las viejas chancletas, cómodas, antiguos zapatos comprados con orgullo una tarde 25 después del pago en la oficina.
Te desabrochabas la camisa porque hace mucho calor y tu casa ni siquiera tiene una pequeña galería donde sentarse a contemplar el barrio, a recibir el aire miserioso que el verano cede al anochecer.
Cuando un hombre está sentado en la sala de su casa, luego de llegar del trabajo oliendo agriamente, temblorosos los músculos, por la fatiga, es bueno que se desabroche la camisa y se balancee, recline la cabeza, reciba los besos de la mujer, se incorpore y aleje al pequeño que trata de cabalgar sobre sus piernas, permanezca concentrado en esa precaria soledad rota de súbito por los chillidos y las radios de las viviendas contiguas.
No tienes que hablar porque ya Carmela trae lo que deseas antes de que alces la voz; te conoce tan bien que realiza los actos esperados por ti en fracciones de segundos antes de que los pienses. Es bueno concentrarse momentáneamente en los hechos importantes de todos los días, o en las idioteces cotidianas, pero que debemos saber para que no nos pesquen como a un idiota, o simplemente para continuar jugando al aburrimiento, a la rabia acostumbrada, antes de meterte en el baño, cenar, enfrentar la noche.
Sacudes el cuello de la camisa con una mano -está negro y húmedo-, subes una pierna y te concentras, te desconcentras, porque los trajes blancos han vuelto y están ahí, delante de las casacas con botones gruesos, coronados de kepis cuyas viseras se adornan con ramitas doradas. Las corbatas negras, los colorines y la hojalata en los vientrepechos llenos de buffets, coup d'etat, whisky, representative democracy, vino, salvación del occidente, la OEA, y demás frases e instituciones que llenan el buche en nuestro mundo.
No te gustan esos rostros ceñudos ni los bigotes tiesos. Nunca te pasó por la cabeza que el traje blanco del centro volvería a sentarse en esa silla, hablando con voz sollozante, los espejuelos disminuyendo aún más el rostro deprimido. Hace tan sólo cuatro años, o diez, o mil, o sabe Dios cuántos, pero que son cinco el traje blanco huyó, temeroso y humillado por las muchedumbres revueltas.
-¿Quién es tu enlace?
-Ya lo dije: Armando Alonso.
-No es cierto. A ese ya lo tenemos. Lo vamos a traer y lo carearemos contigo. Apenas si te conoce. Te moleremos por mentirnos.
-Les digo la verdad. Ayyyy! Ayyyyyyy! Es la verdad, laayyyy!
-Déjenlo un momento.
Dios mío! Sálvame! Dame fuerzas! Que no me den más, que no me den más, que no me den más, que no me den más, que no me den más, ya, que no me den más. Debo tener algún diente roto. Me partieron la boca: este sabor a óxido. No veo bien del ojo izquierdo. Me quedaré así, como si ya no pudiera ni con mi alma, trataré de hacerles creer que estoy desmayado. Lo que más me duele de todo es permanecer en cueros, como cualquier hijo de la gran puta. Encuerú , plátano crú! Encuenrú, plátano crú! Yo jamás me bañé desnudo en la calle cuando era chiquito. Me daba vergüenza, siempre me ha dado vergüenza desnudarme delante de otros, por eso, en los vestidores de las playas o de las escuelas, esperaba, esperaba hasta quedarme solo; si no había más remedio que hacerlo dentro de un grupos entonces me iba a un rincón y me cambiaba de espaldas a los presentes. Y ahora lleno de sangre y "en pelota", como decía mamá, con estas malditas esposas apretándome las muñecas, en la espalda. Miserable que uno se siente estando completamente desnudo y maniatado frente a estos tipos con uniforme o camisas a cuadros chillones. Ni siquiera puede uno llevarse las manos abajo, para cubrirse. Aquí si es verdad que se prueba el valor: aguantar sin poder defenderse, aguantar hasta que ellos se cansen o chillemos como mujeres, agotados de cansancio y sueño y golpe y silla eléctrica y mastines y... a Leonte le pusieron los electrodos en el culo. Debió ser tremendo, sobre todo por la humillación. Sí salgo vivo de aquí no sé si podré acostarme con una mujer nuevamente. Fue terrible! No quiero ni pensar que vuelvan a hacerlo. Esas dos puntas eléctricas en el mismo hoyito por donde uno orina, ¡Dios me libre! ¡Dios me libre! Dios mío, ayúdame. ¡Qué frío está el piso! Cuando nos torturan en grupo teníamos más resistencia. Cada uno siente que no debe flaquear delante del resto. Pero ahora estoy solo, solo, solo, con esa bombilla descolorida encima, y la picazón de los foetazos.
-Levántese, carajo! Contra esto es que usted atenta, eh?
Las sonrisas y las copas en las manos, los desfiles de escolares y empleados públicos que levantan con sudor e histeria enormes carteles alegóricos, hinchados de fidelidad, los cascos y los cañones, anunciados por las bandas militares y sus instrumentos floridos. Los trajes blancos en el palco de honor, en el Palacio Nacional, al aire libre, junto a las tijeras que cortan una cinta e inauguran, en los Tedeums celebrados matinalmente en domingos y días feriados. Los trajes blancos aquí, allá, aquí, allá, aquí, allá, aquillá, aquillayá. El Caribe, 25 de octubre de 1960. Pág...
-La cena está lista en diez minutos. Silvio.
-Está bien. Me bañaré en un momento.
Contemplas con rencor el traje blanco femenino que lee un libraco frente a un micrófono; el de la izquierda, baja la cabeza, sordo y ciego, papagayo; el traje blanco de la derecha, cejijunto, con los brazos abiertos como si fuera a atrapar pollos. Extienden los brazos hacia ti mientras las casacas los entrelazan detrás y las viseras caen hasta las cejas, aplastando los cráneos.
Has detenido el balanceo y equilibras la mecedora echándote hacia atrás. Roberto corre por el comedor y la noche se mete, ávida, en tu casa, la atesta de conversaciones truncas y chillidos aledaños, mezclados con el ruido de los automóviles y de los patines de varios niños que atropellan a los que conversan en las puertas de sus casas, en camisetas y pantuflas, opacadas sus voces por la bulla de “Ritmos de Juventud” y su guitarra eléctrica, brotando del Zenith Transoceanic que tiene el muchacho empleado del aeropuerto. El bombillo amarillea la sala y sientes la noche barrial, colectiva, sudada y gruñidora.
-¡Vete por atrás, pronto!
-¿Dónde están, Carmela?
-En la calle. Llevan las máscaras, parecen animales.
-Tú crees que... son las seis de la mañana, solamente,
-No tardes tanto. Ya han recogido algunos. ¿No oyes que la radio oficial sólo pone marchas militares?
- Cómo en los viejos tiempos, ¿eh?
- Si vieras como le abrieron la cabeza a un pobre muchacho, en la esquina. Moncito, el panadero.
-¿Estarán acechando?
-No sé. ¡Vete! ¡Vete! Hazme saber de tí.
-¡Ya va! ¡Ya va! (Ay, Dios mío). No tumben la puerta, que ya va!
-Bésame a Roberto.
Una pierna escaló la pared de cemento descolorido y rugoso, saltando a los techos roídos. El griterío explotó cuando las primeras detonaciones comenzaron a diseminar gas, y los moradores del barrio sintieron que se les quemaban los ojos, la piel de la cara, que las gargantas se les irritaban al respirar. Cegados, buscaron desesperadamente pañuelos, agua, limón, sin poder evitar que lágrimas de rabia impotente se mezclaran con las provocadas por las bombas lacrimógenas.
No conocía este lugar. Por aquí había llegado hasta La Vega, solamente. Este es el norte, el centro de la isla. ¡Qué diferente del sur! Allí, uno se cansa de contemplar sisal, bayahondas, los arbustos amarillos, las guazábaras resecas, en tanto que el aire ardoroso acartona la piel. Lo curioso es que, de repente, el mar salta en una curva, azul y apacible, detrás de los sembrados de plátanos y de lejanas palmeras. Por aquí hay muchos pinos, muchos árboles parecidos al pino, pero mas frondosos, “Birches”, Robert Frost jamás imaginó esta vida. “When I see birches bend to left and right...” Creo que el poema dice así, no estoy seguro. “...I like to think some boy's been swinging them”. ¡Pobre viejo, Robert Frost! Siempre estuvo ocupado con su rastrillo y sus terneros sin imaginar siquiera que en este país no hay abedules y que el hombre de estos lugares va a los pinos a otra cosa, no a sentir que las ramas las arquea algún muchacho. Pinos, piii-nos-ss. “Coníferas”, libro de botánica del séptimo o sexto curso, abierto sobre el pupitre, y el profesor Mármol que hundía el labio inferior cómicamente, escondiéndolo detrás de los dientes superiores para que la f sonara como un avión. Terminaba hablando de la humanidad, exhortando a la reintegración del hombre con su amor colectivo. ¡Pobre tipo! Muy joven para ser profesor en ese tiempo. Desapareció un buen día. Eché de menos su figura regordeta dentro del traje negro. A pesar del verano, lucía siempre su corbata formal, hundiendo el nudo en la nuez de Adán, sus cabellos a lo Rodolfo Valentino. Ay, caramba. En este país uno está lleno de muertos, de muertos conocidos; y lo que es peor, los compañeros que se mueven todavía a nuestro lado, llenos de esperanza y de sangre, creyendo en sus ideales con una fe pasmosa en el futuro, sobre todo, porque saben que ese futuro no les pertenece, y si les pertenece es tan sólo en la vida de generaciones posteriores. Un sentimiento que necesita verdadera hombría, una hombría parecida a la de Cristo y los mártires del principio de nuestra era... Sorprendente esta idea que me cruza la sesera. Si dijera algo a los muchachos que van ahí atrás, agachados en la oscuridad de la noche y de la lona que los cubre, me dirían loco, o quizá, de repente, se sentirían inseguros. Pero así es. Atlantic, dos rayitas fosfóricamente verdes. Las dos de la madrugada. Esta maldita luna sigue como una cuchilla. Hoy alumbra más que nunca, como si quisiera denunciarnos. Brr.. fría que está la noche. 29 de noviembre de 1963, tumbaron a Bosch , mataron a Kennedy , se murieron el gorrión Piaf y la hidra artística Jean Cocteau , al pobre Papa Roncalli lo amortajaron aún antes de morir, y nosotros aquí, sobre un vehículo del gobierno, atestado de enemigos del gobierno, ¡Je, qué bueno! Debí traer mi jacket de cuero, con este suéter no basta. ¿Eh? Y ahora, ¿qué le pasará al yip? Lo único que falta es que se dañe para que se joda todo. Sería como para morirse de la vergüenza: atrapados antes de llegar a la loma, ya con uniforme, y con los “hierros”.
-Tranquilos. No se muevan ni hablen. Veré lo que pasa. No, no es nada, unos jalones que da el motor, probablemente porque los platinos están medio gastados ya.
-Pueden respirar a sus anchas. Seguimos. Estamos cerca.
¡Cuántos hijos pequeños y mujeres quedan detrás de estos! Y ellos, por su parte, estarán pensando en el regreso, curtidos por el sol y la manigua, encontrando crecidos los niños, y las mujeres, un poco ajadas, pero más hermosas. Volveré a casa esta misma noche aunque llegue con la cintura molida; no es prudente amanecer en este sitio, que miren a uno, forastero, y vayan seguido al primer cuartel, o donde el alcalde. Los pinares se ven oscuramente inmensos, maternales, y los muchachos han comenzado a cantar en coro, quedamente, pues ya estamos en pleno monte. Ahora esa colina cubre los pinos, ya no podremos avanzar mucho más en este cacharro. Ojalá que esta maldita luna, o cualquier campesino hijo de su madre, no jodan la baina .
-Roberto, aquiétate un poco. Sigues contemplando esa procesión estática y antigua regresada para aplicar su odio y su rencor contra todos los que son como tú, gozándose en la humillación de los que lucharon contra ellos, inflados y desenfrenados sus dientes roedores con la vuelta al poder. Huyeron, es verdad, se escondieron en Nueva York, en otras ciudades del continente. ¡Que placer el de aquellos meses vividos en Manhattan, cuando en el “subway” alguien los identificaba, escondidos dentro de sobretodos largos y bajo sombreros de alas caídas, y como por conjuro, de las esquinas de los vagones aparecían dominicanos empujando, abriéndose paso atropelladamente a través de los escandalizados nórdicos: “lousy bastard” a y los golpes ponían a suplicar, a llorar, a desmentir, escondiéndose los rostros entre las manos sin que cesara el aluvión de puños, ni la furia de las mujeres que golpeaban con los zapatos y las carteras, mirando como podían por las ventanillas, pidiendo a Dios que llegara la próxima parada, hasta que en medio de tirones de un lado y de otro, de palabras sucias, corrían hacia afuera antes de que el ruido de las vías cesara completamente! Los veías desaparecer entre los abrigos y las luces bajas, en aquellas galerías subterráneas con el hollín incrustado como una pátina y el frío quemando, los pañuelos en la cabeza, y los guantes, las columnas cenicientas, entre algunos niños rosados, bajo los letreros de neón, atropellando las ancianas pintarrajeadas y las mujeres fumadoras, de largas piernas, azuzadas por el miedo y la soledad, rumbo a las escaleras por donde se subía a la calle! Mirabas la persecución hasta que desaparecían bajo aquel letrero agresivo.
NO SMOKING
NO SPITTING
NO LITTERING
Y sin embargo, están ahí, sonrientes y seguros de sí mismos, tratando de demostrar que el tiempo es un círculo, que son los dueños del país y que esos cinco años de proscritos fueron tan sólo una injusticia cometida en su contra, un asalto realizado por los resentidos.
Los trajes blancos han vuelto. Avanzan con beligerancia, dueños de los empleos y de las recepciones, de mujeres que aman los automóviles espaciosos y las residencias en las afueras de la ciudad (la piscina es muy grande, ¿eh? qué maravilla de cortinas, con esas flores discretas y el color como, cálido, ¿verdad?; es el dormitorio, ¿un traguito?; ay, no, mañana tengo que trabajar temprano; no te preocupes, si yo soy el jefe de la oficina! Lo tuyo va sobre ruedas), dueños de la “dolce” diplomática y de los centenares de miles de hombres desempleados y del dinero que produce el país. Igual que antes, exactamente igual que antes, como debe ser, como siempre debe ser, porque los únicos que aprendieron a gobernar (tranquilidad viene de tranca, y paz de palo), fueron ellos; durante más de tres décadas aprendieron junto a su viejo maestro entorchado y maquillado, subrepticio en sus mandatos de muerte, el maestro con sonrisa de hiena y mucho 'make-up' rosado en el rostro y en el cuello y en las manos, sobornador de senadores norteamericanos y donante de condecoraciones a coristas y chulos extranjeros. Los trajes blancos han vuelto y a ti te echaron del empleo que tenías desde la muerte del chivo. Ahora tienes que caminar, bien peinado y afeitado, caminar, gastando un saco a cuadros vistosos, corbata, con gafas ahumadas, escondiendo tu rabia y tu desprecio, y una verborrea atosigante de la que te burlas amargamente para tus adentros, cuando tus manos se zambullen veloces en el maletín y extraen del oscuro vientre apestoso a talabartería las muestras médicas, los frascos que vas colocando en los escritorios mientras piensas en las lomas donde fueron masacrados aquellos jóvenes, o en la Guerra de Abril, todavía reciente, con sus multitudes de cadáveres, con su invasión extranjera
¡HALT!
LEAVING
U.S. SECTOR que dividió la ciudad, la partió con sus extensos rollos de alambre de púas, los padres en una acera y los hijos en otra, saludándose de lejos, sin osar decirse los sentimientos porque los centinelas miraban desconfiados; las interminables granizadas de plomo alimentando los cementerios, la resistencia en apenas diez cuadras, al borde del arrase de los cañones extraños, los entierros en mañanas tristes, frescas, y el miedo sudoroso, o seco, también el amor y la ternura a pesar de la trampa. Todo echado a la basura, hasta que la voz
-¿Sirven?
-Si, doctor. Es lo mejor para el tratamiento de hepatitis, cirrosis, disfun...
Piensas que nada valió la pena, los muertos están cada días mas muertos. Lo importante es defenderse como se pueda, quedándose tranquilo en su casa, sin hablar mucho para evitar complicaciones, buscando la manera de ganarse los plátanos, y el arroz con habichuelas. Todo ha sido una espantosa mascarada de la cual saliste con vida, cada vez más solo, lleno de odio y cansancio, con esa expresión funeral que adoptas cuando recorres la ciudad, recordando los perdidos, observando como las personas ríen y toman un auto, entran en los cines, amorosas, perfumadas, luciendo orgullosamente ropa nueva y se sumergen en los restaurantes y en las fiestas, y a veces, para no sentirse totalmente indignas y entregadas, lanzan una frase amarga o un chiste burlón a costillas del gobierno, en medio de un grupo, en cualquiera de las esquinas de la calle central.
Los trajes blancos han vuelto y te aguarda una vida más gris que la de ahora: las desilusiones diarias, saber que ya nada será limpio, que verás alternar antiguos compañeros con los personeros a los cuales combatieron, suspirar nuevamente con la reinstalación de los falsos valores, las frases grandilocuentes, los versos ridículos y la prosa chata, del suplemento literario de los periódicos, los domingos. Todo un juego social, una piñata chillona a la que se entra negando lo que se intentó, la historia, los muertos, los ideales; ensordecerme frente a la realidad y las exigencias del destino colectivo, bajar la cabeza ¡sin llorar siquiera!, cuando más mirando los zapatos, sonreír y aceptar las invitaciones, volver la cara para ignorar el paisaje que se desliza por la ventanilla del automóvil, o convertirse en un sofista que alabarán las damas con frases primorosas en medio de palmoteos y miradas de propietarias que ganaron más de lo que esperaban... lo que nunca esperaban.
Los trajes blancos han vuelto, y te quedarás metido en tu barrio oscuro, con tu maletín de cuero, tu saco a cuadros, tus gafas ahumadas, la noche entre paredes calurosas, tu fiestecita en casa de algún vecino, semestralmente, la lectura de los periódicos cuando llegas al anochecer, sentado en tu mecedora.
Los trajes blancos han vuelto y todo es una pantalla en la cual millares de rostros se deforman, se muerden, se quitan la piel pintarrajeada (debajo no les queda más que otra idéntica a la primera), te escupen, te cercan, tratando de expulsarte de ti mismo. No quieres. Aprietas los puños y la casa se reduce sobre ti hasta que nuevamente estás desnudo y esposado en una oscuridad pequeña, húmeda, y a tu lado, sin verlos, mandan los dueños de tu tiempo, de otro tiempo, de este tiempo, en los periódicos que te golpean el rostro, te zafas y estás en la mecedora pero ahora rodeado de esqueletos rotos y quemados que lloran en el aires sin pies, con la ropa hecha jirones, sucios de lluvia y de olvido, hablando todavía de las montañas, del pueblo, sin que suene su voz. Vas a llorar pero todo se borra, la pantalla circular gira y estás mirando hacia adelante que es lo mismo que mirar hacia atrás, porque las vueltas te han dejado clavado en un lugar que es ninguno y todos los lugares, atados a sus tiempos, y ya los esqueletos se borran, se deforman hasta convertirse en parte del vértigos, son desplazados por esas figuras siniestramente alegres, tocadas de sombreros y corbatas negros, con enormes barriga cubiertas por la tela destellante y agorera. No quieres verlos, no quieres. Pero están ahí, dominando el movimiento, sorbiendo las formas que tratan de regresar. Los trajes blancos han vuelto. Te rebelas. No podrán contigo. Te rebelas. Sientes taponada la garganta. El pecho abrasado. Manchas rojas y negras revolotean frente a tus ojos. Manchas blancas, luminosas y desenfrenadas, impidiéndote mirar, rodeándote la visión de un muro oscuro pero relumbrante, sí, relumbrante oscuridad movida por manchas rojinegras, blancas, rojas, blanquinegras, negras, negrirojas. La lengua se amarga, sientes un mareo y una leve punzada en la tetilla izquierda, y como tu hijo trata de no ahogarse, perseguido, con tu mismo rostro, mientras Carmela llora enlutada, estallas y estrujas con furor los trajes blancos, hasta tenerlos en el puño, los destruyes, los despedazas mientras caminas tambaleándote, los tiras al tacho de basura que está en el patio de la casa, y todavía resoplando -cárdena y febril la cara- buscas a tu mujer.
- No vuelvas a gastarme diez centavos en porquería. Dile al muchacho que no lo traiga más. Ninguno. Ni el de la mañana ni el de la tarde.
Te metes en el baño.
Santo Domingo enero 67
Robert Frost (1874-1963), poema norteamericano, muy influyente en la literatura dominicana a partir de la Generación del 48, y quien incluso fue visitado por Máximo Avilés Blonda poco antes de morir. “Birches” (abedul) es uno de sus poemas más emblemáticos, recogido originariamente en su libro Mountain Interval (1916).
El 25 de septiembre de 1963 fue depuesto el gobierno constitucional de Juan Bosch, quien sólo pudo sostenerse seis meses como presidente.
El presidente norteamericano John F. Kennedy (1917) fue asesinado durante una caravana en Dallas, el 22 de noviembre de 1963.
Angelo Giuseppe Roncalli (1881), mejor conocido como el Juan XXIII, tras su ascensión al papado en el 1958, se convirtió en un gran reformador eclesiástico, con el Concilio Vaticano II (1962). Fue también conocido como “el Papa bueno”.