LAS
CASAS DE NERUDA
Texto y fotos: M.D.M
SANTIAGO DE CHILE.
Pensar en él es como abrir una colección de sellos o encontrar una vieja
guía telefónica. Leerlo es peor aún. Es un rosadito que nos cae. ¿Se
vuelve a los tiempos de la ingenuidad, a lo sensible de la piel?
Neruda está ahí y aquí. El calor de principios
de año en Santiago de Chile es más que insoportable. Nadie suda y sólo
se ve montes y el metro atiborrado de sacos con maletines. Sin embargo,
hay cantidad de cosas que avanzan, con todo y la pulcritud del Metro
Baquedano donde me quedo. Del otro lado está el río Mapocho, más sucio
que los días del verdugo. Estamos entrando a Bellavista por Pío Nono.
La calle está repleta de artesanos, agoreros, peruanos, metálicos resacados,
vendedores de piedras sagradas y de cuantas cosas te pueden resolver
el futuro. Al fondo está otro cerro, pero no, no queremos ver más monos.
Ya con mirarse al espejo fue suficiente. Hoy es el día de Neruda, de
sus casas.
Y aquí está La Chascona, como repujada a la
orilla de tantas alturas. El pecesito en hierro nos recuerda aquellas
portadas de los libros del poeta editados por Editorial Losada. Es el
pez de los vientos. Como los peces estaremos por esas estrechas escaleras,
mientras el patio despide olores de plantas que nunca memorizaremos,
pero que se quedarán más firmes que nuestros propios huesos.
Aquí está Neruda: poeta, arquitecto, naturista,
guerrero sin flechas Zen pero por ahí andaba el poeta. Antes de que
el Feng-Shui y otras delicias de la crisis new-age aparecieran, ya el
poeta de las “Odas elementales” estaba trazando su espacio en función
del amor y sus venturas.
Cada trazo, cada color, cada colocación de
la madera fue una manera de ir creciendo y edificando tantas cosas con,
para, hacia Matilde Urrutia. Chascón quiere decir: pelo revuelto, lío
de pelos. Así fue todo con la Matilde, más misterio aún que el retrato
que de eso pelo hizo Diego Rivera y que cuelga allá arriba, en la segunda
-¿o tercera?- planta. Pero no nos aceleremos en este viaje. El atento
guía nos introducirá a ese barcito lleno de barcos en botella, de máscaras
de cartón y puertecitas para el susto. Lo lúdico y el placer en todas
sus gradaciones fueron los materiales impresdincibles. Avanzar por ella
es como ir bajando de las alturas del Macchu Picchu.
Subimos.
Nos desviamos. Abajo quedan los juegos y las plantas. Ahora estamos
frente a pinturas de Léger y algo copia del Cinquecentto. Las imágenes
nos atropellan. Sobre una mesa está aquel viejo grabado de Walt Whitman
cuasi imberbe. En los inmensos estantes se aprecia la “Enciclopedia”
francesa original, adquirida por una locura con las monedas que le cayeron
del Premio Nobel. También hay cantidad de libros y enciclopedias sobre
pájaros, poesía, viajes.
Y ahora sí, hay que pararse en medio de alguna
página para luego olvidarse si es que se quiere seguir avanzando con
la decisión de los puntos finales. La Chascona, ya en pie para 1970,
sería la casa por excelencia de la poesía y sus bondades.
Pero luego hay que bajar, seguir para Isla
Negra. Bajar y subir. Hay que pensar bien aunque difícil sea uno perderse.
La palabra “Neruda” siempre será el ancla.
Y de nuevo el agua y los vientos y las travesías.
Antes teníamos que cruzar un río, ahora está todo el océano Pacífico.
Al caminar a esta casa se tiene la sensación de estar yendo como a una
playa.
Isla Negra no es isla y lo único negro son
los grandes peñones en una parte de la costa.
Y ahora sí, ahora hay que entrar y acabar con
tantos rodeos. Estamos en una casa-barco, o travesía o pecera. Las viejas
cajas-sorpresa, los mascarones de proa, todo nos está diciendo que el
muchachón Neruda nunca quiso dejar de serlo. Sin embargo, mientras en
la Chascona está el placer y ese movimiento de a tres pasos y luego
una cama o una silla, aquí podrá ser lo infinito. Los lapiceros verdes
no aparecerán, pero sí las baratijas que hicieron tan feliz.
Todo es barco y travesía. Hasta las mesa del
patio está hecha a imagen y semejanza de un algo que está rodando, para
no hablar del ancla a un lado del camino, de las campanas que tientan
tanto y que uno no toca porque de otra manera no habrían razones para
volver o quedarse por ahí.
La ruta hay que seguirla. La Sebastiana será
la casa de Valparaíso. A la ciudad se llega bajando y luego hay que
subir con esa sensación de despeñarse en cualquier descuido. Muchísimas
otras sensaciones están aquí, en la cabeza, o siguen de largo, como
ratones ocupados en cosa que no son ni queso ni cita.
Por aquí no pasa un río. Por aquí el mar es
sólo evocación o lejanía. No hay nuevos ni grandes hallazgos. El mar
sigue crepitando en estas paredes de colores primarios. Las paredes
están llenas de abalorios y tesoros rescatados de algún naufragio. Neruda
ya ha crecido más allá de nuestros ojos y nuestras palabras.
Al poeta hay que celebrarlo ahora, aquí, en
Valparaíso. “Mi casa, tu casa, tu sueño en mis ojos” le escribió Neruda
a Matilde en aquel poema “La Chascona”.
Hay demasiada poesía. Por suerte el mar no
está tan lejos y la brisa que nos nos deja. Que no nos deja.
Enero 2001