SURGIMIENTO
DE LOS EQUIPOS DE PRODUCCIÓN
La literatura posterior a la
muerte de Trujillo responde a necesidades emergentes dentro de un
clima de renovación y cambios en el que germinaron grandes esperanzas destinadas a convertirse en grandes frustraciones.
Hoy resulta claro que no podía ser de otra manera. El proceso de
transformación se operaba a nivel epidérmico, no en la estructura
real de la sociedad, de modo que sólo afectaba las relaciones de
subordinación y mando. Es decir, la transformación se llevaba a
cabo en el sentido auspiciado por el Príncipe de Salinas, flamante
protagonista de El gatopardo: “cambiar un poco las cosas
para que todo siga como antes”. Lo que parecía una revolución era
un cambio de mandos dirigido por las altas instancias del imperio.
De cualquier manera, un cambio de mandos no dejaba de ser una revolución
política después de 31 años de tiranía.
En materia de apertura y libertad
se respiraba un aire nuevo que venía al encuentro de nuevas exigencias,
un aire cargado de curiosidades de feria que hacían abrir los ojos
al más indiferente. Así penetran a chorro los libros prohibidos,
circulan libremente las ideas prohibidas. Los poetas prohibidos
y los escritores prohibidos regresan del exilio. Al cabo de una
larga noche, asoman las primeras luces del alba.
Los poetas,
narradores y artistas plásticos que salieron a la luz pública en
aquel escenario posterior al descabezamiento de Trujillo, asumieron
un compromiso a voces con la sociedad: comprometieron el arte y
la vida, se declararon solidarios con la humanidad doliente. Eran,
por definición, voceros de un orden más justo. La mayoría escribía
en condiciones apremiantes, enfebrecida por la urgencia de transformar el mundo, algo que
entonces parecía mágicamente próximo y posible: un sueño, una utopía
al alcance de la mano. En semejante estado de ánimo, había poco
espacio para el individualismo, a pesar de que connotados héroes
políticos del momento eran notoriamente individualistas. Aun así,
el heroísmo, el sacrificio individual, respondía al llamado social.
Escritores y artistas actuaban o decían actuar en función colectiva,
Cuando no estaban organizados se organizaban en un partido político
o en una organización cultural. Si esta no existía, la fundaban.
Arte y Liberación, que fue la primera en su género, representó un
caso típico. Más que asociación, se constituyó en grupo de acción,
grupo de choque y agitación cultural. Agrupaba a “poetas, narradores,
ensayistas, pintores, autores y acciones teatrales, artistas plásticos
y músicos”. Entre los integrantes se destacaba la figura
ecuestre de Silvano Lora, principal orientador y animador. Las actividades
públicas incluían “exposiciones pictóricas, recitales, conferencias,
espectáculos musicales y en general se consiguió audiencia entre
la clase obrera y la pequeña burguesía”.
Al mismo tiempo,
la poesía de Pedro Mir se convierte en un fenómeno de masas. La
edición estudiantil del grupo Fragua de Hay un país en el mundo
y seis momentos de esperanza (1962), penetra y se difunde como
torrente: en pocas semanas se agotan cinco mil ejemplares. El hecho da lugar a un fenómeno
extraño, inédito en un país donde escasos autores sobrepasan ventas
superiores al primer nivel de los cuatro dígitos. Algo aun más insólito:
Pedro Mir se convierte en ídolo de multitudes. Los recitales del
poeta en centros obreros concitan a millares de personas que hacen
suya su poesía y la erigen en bandera porque se reconocen en ella.
Pedro Mir fue un caso aislado, es cierto, aunque también los autores noveles
cosecharon éxitos importantes a lo largo de la década del 60. Algunos
lograron alcanzar un reconocimiento poco menos que fulminante, a
veces inmerecido, pero siempre explicable. Había, sin duda, un público
receptivo y una actitud receptiva. Ciertas obras hicieron impacto
sobre la sociedad desde el momento de su aparición y fueron acogidas
con entusiasmo, un entusiasmo sincero, visceral. Sólo en períodos
como estos, de tantas agitaciones sociales, participa la poesía
con tal intensidad en la historia. Fue ciertamente un momento feliz
para la literatura y el arte, un momento irrepetible, el inicio
de una nueva experiencia.
Los primeros poetas que precipitaron
sus inquietudes en folletos y cuadernos insertos en la nueva temática
social, fueron Grey Coiscou y José Goudy Pratt. Los autores de Raíces
(196?) y Vértice (l962) se adelantaron, en este sentido,
a sus compañeros de generación, pero no perseveraron muy más allá
en el oficio, no trascendieron el hito histórico. En general, “la
avanzada de los poetas de 1965”, como define Baeza Flores a los pioneros,
en términos castrenses, muy apropiados, se inició y se congregó
desde temprano en la revista Brigadas Dominicanas, dirigida
por Aída Cartagena Portalatín, y más tarde en las páginas del suplemento
literario de El Nacional de ¡Ahora!, dirigido por Freddy
Gatón Arce. En la revista de Aída, aparte de los mencionados, se
dieron a conocer o se conocieron mayormente Antonio Lockward Artiles, Juan José Ayuso,
René del Risco Bermúdez y un tal Miguel Ángel Alfonseca Sorrentino,
el futuro Miguel Alfonseca, poeta detonante o, si quiere, catalizador,
de la nueva poesía.
En virtud de la euforia y disponibilidad
epocal, no sorprende que
una parte representativa de los nuevos escritores, poetas y artistas
plásticos tomara parte en la contienda del 65, junto a varios de
sus predecesores. Jacques Viau Renaud, poeta dominico-haitiano,
patrimonio de la dignidad insular y combatiente de primera línea,
dejó en ella la vida tras ser alcanzado por fuego de mortero.
En el fragor de la contienda,
Alfonseca publica su histórico poemario Arribo de la luz
(l965), que data de 1963, seguido de La guerra y los cantos
(1965), en el que sobresale, vibrante, el poema “Coral sombrío para
invasores”. Juan José Ayuso, ya conocido por sus Cantos rudimentarios
y otras entregas poéticas (y sobre todo por un cuento de antología
titulado “Deliríum tremens”), publica unos belicosos, o igualmente
belicosos Cantos de guerra, que hacen causa común con los
acontecimientos.
Al calor de la refriega nació
también el Frente Cultural, “comando del espíritu en el cual estaban
hermanadas al fusil las ideas que movieron el fusil”. En el Frente Cultural, donde brilló de
nuevo la iniciativa de Silvano Lora, se aglutinó buen número de
pintores, fotógrafos e intelectuales de diferentes promociones en
calidad de “trabajadores de la cultura”. El frente tuvo a su cargo
la propaganda gráfica de la zona constitucionalista, incluyendo
caricaturas, fotomurales, consignas y anuncios. También organizó
exposiciones pictóricas, ciclos de cine forum, lecturas de poesía.
En el mes de julio, el más crítico de la guerra, puso a circular
el folleto Pueblo, sangre y canto, “fruto fecundo de la plena
identificación de los escritores dominicanos con la heroica lucha
del pueblo por su libertad e independencia”. El folleto recoge textos plurigeneracionales
de René del Risco, Abelardo Vicioso, Juan José Ayuso, Rafael Astacio
Hernández, Pedro Mir, Miguel Alfonseca, Máximo Avilés Blonda, Pedro
Caro y Ramón Francisco.
Esta rica experiencia de participación
en equipos plurigeneracionales e interdisciplinarios, dio frutos
más allá de los límites físicos y temporales del levantamiento.
En el triste diciembre de ese mismo año, concluida la contienda
y con tropas de ocupación en cada esquina, el Frente Cultural editó
un segundo folleto, Permanencia del llanto, con poemas del
desaparecido Viau Renaud. Un emotivo prólogo de Antonio Lockwad
Artiles, acompaña la obra, destacando valores de quien en vida fuera
su amigo y una presencia única.
Después de la guerra vino El
viento frío (1967) de la frustración en la palabra de René del
Risco, acaso el más dotado de los escritores de su generación. Es
curioso notar que El viento frío (como dijera Vicens Vives
a propósito del Quijote) expresa el desgarramiento del personaje
atrapado entre la retórica del pasado y la realidad del presente.
Ya he dicho, a saciedad, que ninguno de los autores que vivieron
las jornadas de abril ha dejado de sentir el soplo del viento frío.
Esto es, la resaca de la guerra, la aceptación obligada de las limitaciones
del ambiente, el reingreso a un presente sacudido pero intacto,
medianamente soportable por la confianza en un futuro.
En ese mismo contexto, Andrés
L. Mateo da a conocer los poemas de Portal de un mundo, con
los que ganara justo y merecido reconocimiento. Portal de un
mundo es una obra de aliento, optimista y vigorosa, que opera
en sentido contrario a El viento frío y se hermana con algunos
textos de Ayuso en la presentida y “secreta alegría del triunfo”
Es importante destacar que a
partir de l967 los registros comienzan
a multiplicarse y se produce una polarización de las poéticas. Las
vías, en cuestión, se bifurcan o multifurcan hasta conformar el
margen de participación plural de la etapa siguiente. La madurez,
el estudio, la investigación producen nuevas opciones de realización
del signo poético que se niegan a ser encasilladas en títulos genéricos.
Primera y significativa manifestación del fenómeno fue la publicación
de Sobre la marcha (l969), de Norberto James Rawlings, a
la cual seguiría La provincia sublevada (1972). Con esta
primer texto se abre de pronto una ventana que amplía el horizonte
de los artistas del verso y por primera vez entran, en plan épico,
los inmigrantes cocolos a la poesía. El poema “Los inmigrantes”,
que es la pieza fuerte del libro, constituye, junto a las obras
anteriormente mencionadas, uno de los hitos históricos indiscutibles
de la década. Es a partir de aquí –insisto- que empieza a resquebrajarse
el bloque monolítico: la unanimidad del coro de las primeras voces,
y a manifestarse más o menos claramente las nuevas tendencias. (Dígase,
por ejemplo, “La patria montonera”, de Ramón Francisco, poema
en que acontece una tentativa de fusión por vía experimental de
lo criollo con lo clásico). Los poetas de la avanzada cantaban como
quien dice a una sola voz. Ahora hay contrapunto, simultaneidad
de voces cantando. Es cierto, sin embargo, que por lo menos un grupo
representativo de poetas permanece anclado por convicción a la poesía
de denuncia y de protesta, la temática social a rajatablas, pero
con un lenguaje más depurado que reduce o dosifica, sin eliminarlo
nunca del todo, el léxico bélico y denota mayor conciencia del oficio.
En esa dirección se mueve Pedro Caro con el Nuevo canto (1968),
Asombro de la muerte (l969) y Del diario acontecer
(1972). Héctor Díaz Polanco ensaya, con éxito, el género panfletario
en Los enemigos íntimos (1969), donde destaca su “Canto al
hombre común”, mitad admonición, mitad condena. Jeannette Miller,
en cambio, con sus Fórmulas para combatir el miedo (l972),
vuelve al tema de la ciudad y la frustración, objetivando la realidad
urbana en cámara lenta. Con ella se cierra un capítulo de esta historia.
A fines de la contienda, incluso
antes en algunos casos, los activistas del arte y la literatura
comenzaron a reagruparse en organizaciones que respondían al mismo
espíritu, al mismo contenido histórico que animaron la formación
del Frente Cultural. Primero en el tiempo, El Puño fue el primero
en importancia tanto por la calidad de sus integrantes como por
la calidad de su producción. Al grupo adhirieron Miguel Alfonseca,
René del Risco Bermúdez, Marcio Veloz Maggiolo, Iván García, Ramón
Francisco, Enriquillo Sánchez, Alberto Perdomo Cisneros, Armando
Almánzar Rodríguez, Antonio Lockward Artiles y los pintores José
Ramírez Conde y Norberto Santana.
Antonio Lockward posteriormente
renuncia al grupo y funda La Isla, integrado por Wilfredo Lozano,
Fernando Sánchez Martínez, Jorge Lara, Andrés L. Mateo, Norberto
James, Pedro Caro y Héctor Amarante.
En La Máscara se agrupan Aquiles
Azar, Ángel Haché, Hector
Díaz Polanco, Piedad Montes de Oca, Lourdes Billini de Azar y otros. En La Antorcha participan Alexis Gómez Rosa,
Enrique Eusebio, el mítico Mateo Morrison, Soledad Álvarez y Rafael
Abréu Mejía. Otros grupos, que sería prolijo enumerar, se forman
por igual en las provincias: algunos bajo la dirección e inspiración
de Manuel Mora Serrano.
Junto a ellos publicaron otros
jóvenes y no tan jóvenes como Pablo Nadal, Orlando Gil, Héctor Dotel,
Juan Carlos Mieses, y los poetas de la generación del 48 de la última
etapa de la revista Testimonio: Luis Alfredo
Torres, Lupo Hernández Rueda, Rafael Valera Benítez, Rafael Lara
Cintrón, Víctor Villegas. Y entre otros, el exhuberante, anárquico
y prolífero Juan Sánchez Lamouth, de quien se dirá más adelante.
La actividad de estas agrupaciones
atrajo un festival de concursos artísticos y literarios, que fue,
quizás, lo más significativo del período. En ellos, a través de
ellos se expresó lo mejor de la producción en cada género, una producción
artística y literaria de resistencia al retroceso político. Es decir,
a contrapelo del poder que en muchos casos patrocinaba o auspiciaba
de alguna manera los concursos.