(Santo Domingo, 1884 -Buenos Aires, 1946)

LOS VEINTE AÑOS ARGENTINOS DE PEDRO HENRÍQUEZ UREÑA

Carlos Piñeiro Iñiguez

Un dominicano excepcional que hizo un vital aporte a la cultura argentina; los múltiples frutos de su magisterio marcaron esa cultura de forma indeleble..
Las circunstancias que hicieron de la Argentina la segunda patria de Pedro Henríquez Ureña son singulares; lo único seguro es que no adoptó "de una vez y para siempre" la idea de vivir el último y tan prolífico tercio de su vida en las ciudades argentinas de Buenos Aires y La Plata (la capital de la provincia de Buenos Aires, no muy distante de la ciudad de Buenos Aires, capital de la República Argentina). Más bien se trató de una serie de pequeñas decisiones personales a las que el destino dio inesperada continuidad, de ilusiones que no se pudieron concretar -retornar a México, retornar a la República Dominicana-, de resignación, de madurez y hasta de una voluntad final de permanecer entre argentinos, por su hija argentina, por los amigos, por los discípulos, por los arduos trabajos que allí había emprendido y que consideró -con toda razón- como útiles para su patria americana.
Esta última consideración es importante, pues también hay que tener en cuenta el hecho de que Henríquez Ureña consideraba como "patria" a cualquier territorio de América, convicción que había demostrado viviendo en Cuba y, por largos años, en México. México lo atraía por la extraordinaria continuidad de su cultura; seguramente se hubiera quedado a vivir allí de no haber mediado circunstancias políticas desfavorables.

ENTRE LA VOLUNTAD Y EL DESTINO.
Habiendo perdido su cargo en el Instituto de Intercambio Universitario de México, distanciado de José Vasconcelos, quien había sido hasta entonces su protector dentro de la caótica política revolucionaria mexicana, recién casado y con su mujer embarazada, Henríquez Ureña se dirigió por correspondencia a uno de sus amigos argentinos, Rafael Alberto Arrieta, pidiéndole que le buscara alguna forma de subsistencia en la Argentina. Arrieta formaba parte del Consejo Superior de la Universidad de La Plata, de la que dependía un colegio secundario donde Henríquez Ureña podría dar varias cátedras. No era un porvenir demasiado estimulante, pero le permitiría subsistir; el escritor dominicano esperó que naciera su hija y se embarcó con su familia hacia Buenos Aires.

UN MAESTRO EXCEPCIONAL.
Hasta el final de su vida, más de veinte años después, Henríquez Ureña conservó sus cátedras en el Colegio Nacional de La Plata; ello determinó que durante años fijara la residencia familiar en esa ciudad -donde nacería su segunda hija- o que viajara innumerablemente en el tren que la unía con Buenos Aires (la muerte lo sorprendió, precisamente, cuando acababa de abordar ese tren). Es materia de discusión el porqué mantuvo siempre esas cátedras, incluso cuando estaba ejerciendo la docencia a un nivel superior -en las universidades de Buenos Aires y La Plata- y colaboraba con varias publicaciones y en diversos proyectos editoriales. Hay dos interpretaciones al respecto, que hablan de vocación o necesidad; probablemente la verdad se encuentre -como suele suceder, como la proverbial moderación y equilibrio de Pedro Henríquez Ureña hubiesen deseado- en algún punto intermedio, en alguna síntesis de los dos motivos.
A favor de la primera explicación, la vocacional, tenemos los múltiples testimonios de quienes fueron sus alumnos a través de los años; se trata de una serie de nombres que fueron ilustres en la "provincia argentina", pero que incluso allí han ido perdiendo significado con el correr del tiempo. Eso sí: fueron muchos, demasiados como para que no se tratara de un maestro excepcional, como para que no se estuvieran refiriendo a una experiencia de aprendizaje que los había marcado de por vida. De entre ellos podemos escoger al escritor Ernesto Sábato, compilador de un volumen en homenaje a "don Pedro", como le llamaban los jóvenes del Colegio Nacional de La Plata. En el prólogo de ese libro, Sábato cuenta acerca de sus encuentros posteriores con el maestro, una vez que él también comenzaba a ser un escritor reconocido: "a partir de entonces lo vi con cierta frecuencia, a veces en La Plata, más tarde en Buenos Aires, sobre todo en el Instituto de Filología. A veces acompañándole hasta el famoso y sempiterno tren de La Plata, como cuando yo era niño. Llevaba como entonces su portafolio lleno de deberes corregidos paciente y honradamente. "¿Por qué pierde tiempo en eso?", le dije alguna vez, apenado al ver cómo pasaban sus años en tareas inferiores. Me miró con suave sonrisa, y su reconvención llegó con pausada y levísima ironía: "Porque entre ellos puede haber un futuro escritor".
En el relato de Sábato, que coincide a grandes rasgos con el de varios de sus alumnos, se le mostraba como el docente ideal, el docente soñado por todo niño o muchacho con inquietud por el conocimiento: "no ya con sus iguales sino con sus chicos del Colegio Nacional de La Plata discutía sobre todos los problemas del cielo y la tierra, en calles o plazas, en cafés o patios de la escuela: infatigable, a veces ligeramente irónico (pero en general con tierna ironía, con apacible sátira), con aquella suerte de contenida pasión, con la serenidad que, por su estirpe filosófica, deberíamos llamar sofrosine, corrigiendo levemente a sus alumnos, alentando sus intuiciones, respondiendo siempre, pero también preguntando y -aunque resulte asombroso- aprendiendo y anotando lo que en tales ocasiones aprendía. A veces era algo sobre fútbol, otras sobre el lenguaje de un diarero; después nada de lo humano le era indiferente... sus preguntas eran exactas y revelaban un gran conocimiento previo. Vivía en permanente tensión mental, aunque lo disimulaba bajo una máscara anecdótica y risueña".
La imagen tal vez requiera alguna corrección, pues pudiera parecer que se trataba de una personalidad blanda. Aunque al llegar a Argentina ya había dejado atrás ciertas intemperancias de juventud -que le atribuye su amigo Alfonso Reyes-, hay algún testimonio de que no permitía en su presencia ciertas superioridades a las que algunos porteños -habitantes de Buenos Aires- se creían obligados en presencia de provincianos o de americanos de latitudes menos templadas. Arrieta recuerda que, estando Henríquez Ureña en la sala de profesores del colegio, alguien habló despectivamente de la "hojarasca de las tierras calientes"; el manso antillano lo puso en su lugar con dialéctica demoledora. No soportaba el prejuicio sobre los "pequeños países tropicales" ni la necedad de la supuesta relación frío=cultura, y más de una vez salió en defensa de su terruño.
En Buenos Aires, la cátedra que Henríquez Ureña sostuvo por más tiempo fue la del Instituto del Profesorado; aquí también evitaremos las enumeraciones de hombres que hoy pueden decir muy poco, pero lo cierto es que fueron sus alumnas- el oficio de la docencia secundaria estaba muy asociado al género femenino, entonces y tal vez también ahora- quienes después escribirían los textos y manuales de lengua, ortografía, sintaxis, historia, geografía con los que se formaron las generaciones posteriores.

P. H.U. en Mar del Plata, fotografiado por Silvina Ocampo

UN VITAL APORTE A LA CULTURA ARGENTINA.
Participó de distintos proyectos editoriales con los que tenía en común la característica de la relativa y forzada extranjería; dirigió una colección para la Editorial Losada -fundada por el exiliado de la Guerra Civil Española, Gonzalo Losada- y, a la distancia, otra para el Fondo de Cultura Económica, que en México había fundado el argentino Orfila Reynal. Era miembro "senior" del grupo que editaba la revista Sur, donde estableció relaciones con los más prometedores escritores jóvenes, entre ellos Jorge Luis Borges y Eduardo Mallea. La novelista Silvina Bullrich ha dado testimonio de la generosidad con la que Henríquez Ureña atendía todas las consultas del grupo -o de cualquiera- atinentes a las formalidades idiomáticas, proverbialmente descuidadas por los escritores argentinos hasta que el maestro dominicano les explicó su verdadera importancia.
Su doctrina en la materia se sintetizaba así: "el arte empieza donde acaba la gramática", pero esto no debiera entenderse como oposición sino más bien como condición: el buen uso de las reglas gramaticales no garantizaba la calidad de una literatura, pero le permitía ser. Curiosa relativización de una materia en la que era un verdadero especialista, aun cuando su formación universitaria hubiese sido en leyes.
La preocupación por la gramática lo condujo al Instituto de Filología de Buenos Aires, que por entonces dirigía Amado Alonso. Henríquez Ureña tejió de inmediato una estrecha amistad con él, lo que les permitió durante años compartir una mesa de trabajo: el mobiliario de la institución no estaba a la altura de la dignidad de sus objetivos. Aquí el testimonio nos viene de los jóvenes que trabajaban allí, que esperaban el momento en el que Henríquez Ureña dejaba la mesa de Alonso para descansar un rato en la mesa grande, colectiva, de los investigadores. El descanso solía consistir en interrogatorios sobre dudas que habían sido apuntadas "para preguntarle a don Pedro cuando tenga tiempo".
En realidad, siempre lo tenía: lo que es probable es que quien venía con una consulta o lo abordaba sin conocimiento previo tuviera que resignarse a acompañarlo en su desplazamiento de una cátedra a otra, o verlo corregir trabajos escolares con su lápiz mientras dialogaba sobre el tema más abstracto. Esta condición, que Henríquez Ureña desarrolló durante sus atareadísimos años argentinos, impresionó a algunos testigos, que la describen como la extraña capacidad para resolver en simultáneo materias que el común de los mortales necesita poner en orden sucesivo.
De sus tareas en el Instituto de Filología quedan varios frutos; el más famoso de ellos es la Gramática castellana, que escribiera con la colaboración de Amado Alonso. Se trata de un caso realmente notable, pues en un ámbito donde nuevos textos suelen enterrar a aquellos que apenas tienen un par de años de vida, la Gramática sigue siendo utilizada en diferentes niveles de la enseñanza del idioma español y lleva ya más de 50 ediciones. La explicación seguramente radica en el excepcional grado de apertura de su autor, la forma dinámica en la que consideraba a la lengua, su preocupación porque la cultura académica no se escapara demasiado lejos de la cultura popular.
No puedo dejar de compartir una breve experiencia personal, sensación sería más preciso. Hace pocos meses, siendo ya embajador argentino acreditado en este país, encontré en mi biblioteca personal un ejemplar de esa Gramática, era el libro que yo había utilizado en mis años escolares. Ajado por el tiempo y con las marcas de los años transcurridos, encerraba un raro simbolismo. Generaciones de argentinos (inclusive todos aquellos que con el tiempo demostraron sus habilidades con la pluma) aprendieron los primeros secretos de la lengua castellana de la mano del maestro dominicano.
En los distintos niveles de su magisterio -incluido el del colegio secundario-, Henríquez Ureña hizo un mayúsculo aporte a los argentinos. Sin ser filósofo, su condición de pensador lo hizo revolverse contra la hegemonía del positivismo, que cuestionó desde una variada gama de perspectivas. Era capaz de combinar el pensamiento de Nietzsche con el pragmatismo de William James o el utilitarismo de John Dewey, doctrinas que había conocido en los Estados Unidos y que eran desconocidas en nuestra América. De ese modo evitaba los riesgos de caer en el irracionalismo, y mantenía a salvo su indisoluble fe de humanista, que era sin duda su verdadera condición.
En La Plata había encontrado un par para esas aventuras del intelecto y para la estimulante tarea de cuestionar en los jóvenes lo que estos daban mecánicamente por supuesto; se trataba de Alejandro Korn, a quien se suele considerar como el fundador de un pensamiento filosófico independiente en la Argentina. No escribió Henríquez Ureña sobre estos temas, pero sus convicciones están implícitas en su obra de crítica cultural. En 1928 publicó Seis ensayos en busca de nuestra expresión, en 1945 Corrientes literarias en la América hispánica (en inglés) y en 1947, en forma póstuma, Historia de la cultura en la América hispánica.
Sólo dos veces se interrumpió la estadía de Henríquez Ureña en la Argentina: en 1933/34 hizo un intento de volver a radicarse en Santo Domingo para emprender la vasta tarea de la educación de su pueblo. No pudo quedarse por las arbitrariedades políticas. En 1940 fue invitado a dar clases en Harvard, por lo que permaneció en los EE.UU. durante algunos meses (de esas conferencias saldrían sus Corrientes literarias). Las breves interrupciones bien pueden obviarse y considerar los veinte años de conjunto, sin duda, no es poco tiempo.
Los múltiples frutos de su magisterio marcaron la cultura argentina como no lo hizo la obra de ningún argentino durante esos años; es mucho lo que los argentinos tenemos para agradecerle y, de todo corazón, lo hacemos: a ciertas deudas de honor no hay tiempo que las borre.

Carlos Piñeiro Iñiguez, escritor y diplomático argentino.

El Siglo, 5 de mayo 2001

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