LA NACIONALIDAD
FICTICIA
Como la idea de la dominicanidad que domina los predios del poder
se basa en una nación ficticia, el esfuerzo por desmontar
la perversidad de su lógica debe continuar hasta que se logre
la concordancia entre los dominicanos que aparecen en el discurso
dominante y los que pueblan la sociedad en el país y en la
diáspora.
Silvio Torres-Saillant
Profesor Asociado y Director del
Programa de Estudios Latinoamericanos
Universidad de Nueva York
saillant@syr.edu
Extraña el expediente de los defensores de
la dominicanidad. Ondean con brío la enseña tricolor.
Las notas gloriosas del himno nacional les aceleran el ritmo patriótico
de su ñoño corazón. Pero no parece dolerles el
bienestar material de los compatriotas de carne y huesos que comparten
su entorno. Esa incongruencia hace pensar en la defensa de la dominicanidad
como una mera profesión, entendiéndose el
vocablo en el sentido callejero que se le daba en mi barrio natal
cuando se decía cosas como: aquí ser blanco es
una profesión. Es decir, se trata de un recurso mediante
el cual un pícaro sin destrezas rentables que ofrecerle al
mercado laboral se hace eco de caducas ideologías nacionalistas
cortadas al gusto del conservadurismo reinante en las esferas del
poder oficial y logra granjearse un espacio desde el cual dominar
palestras, merecer nombramientos y, en fin, buscarse lo suyo.
En su afán de autogestión al pícaro le va relativamente,
quedando impune su avanzada contra los diversos grupos que padecen
exclusión o vejamen en el seno de la sociedad.
Muchas de las prácticas sociales, las políticas
públicas y los discursos vigentes en nuestro país desconsideran
brutalmente la dignidad humana de distintos segmentos de la población.
La sociedad se permite vilipendiar sin tapujos a los minusválidos,
los homosexuales, los envejecientes, y los miembros de grupos étnicos
minoritarios de origen africano o asiático, además de
su proverbial prejuicio de clase y de género. Quizás
el silencio de las voces que deberían dejarse oír se
deba a que les parezca abrumador el problema por ser tantos los grupos
vilipendiados. Por ello vale la pena recalcar que se trata en realidad
de un asunto sencillo puesto que las distintas desconsideraciones
comparten un denominador ideológico común.
La clave es la relación entre lo homogéneo
y lo heterogéneo en la idea que tengamos acerca de lo que somos
y quién puede ser considerado uno de nosotros.
Cuando nos entendemos como nación concebimos un espacio conceptual
demarcado por contornos determinados: un plano correspondiente al
nosotros que nos distingue de los otros y
al cual admitimos o negamos la entrada dependiendo de la idea que
tengamos acerca de los requisitos para acceder a él. El concepto
de la nacionalidad aquí no surgió como resultado de
un sondeo empírico de la población existente. Surgió
del deseo febril de la clase dominante en el momento fundacional de
la nación. El discurso sobre la dominicanidad hilvanado por
la élite gobernante de entonces no se afanó en describirnos
partiendo de la observación directa de los rostros diversos,
orígenes varios y procedencias sociales múltiples de
la población. La dominicanidad se definió a partir de
lo que una minoría empedernida soñó con que fuéramos.
Al nacer desvinculada de la fisonomía colectiva
de la población, la idea de la dominicanidad que primaba en
el discurso cultural oficial contradijo el rostro real de la gente
que habitaba la geografía nacional. Esa disparidad produjo
una bifurcación entre la identidad imaginaria salida de la
pluma de nuestros definidores y la facha constatable en las facciones
variopintas de los compatriotas de carne y huesos que poblaban la
sociedad. La composición racial blanca, la cultura europea
y la religión piadosamente católica que el discurso
definitorio de la nación le atribuyó a los dominicanos
data de los inicios de lo que se podría llamar el pensamiento
social dominicano. El influjo de esa ficción caló de
tal manera que hasta figuras preclaras como Pedro Henríquez
Ureña se hicieron eco de ella. Luego el trujillato, valiéndose
de mercaderes de la palabra como Manuel Arturo Peña Batlle
y Joaquín Amparo Balaguer Ricardo, perfeccionaron la distorsión.
Fue perverso inculcar negrofobia a un pueblo descendiente de africanos
en su mayoría o promover el ideal eurocentrista en una sociedad
capaz de brillar con luz cultural propia gracias a su idónea
ubicación en el centro de la civilización antillana.
Pero endilgarle a la nación un patrón homogéneo
con pretensión abarcadora de nuestro ser colectivo constituyó
un agravio peor. La implantación de ese esquema monolítico
inauguró la práctica de regatearles la dominicanidad
a compatriotas que diferían del aspecto imaginado en el modelo.
Nació allí una idea de la dominicanidad enemistada con
la diferencia y la diversidad. La mentira de que la experiencia nacional
cabía entera en un molde fijo y escueto adquirió vigencia.
La verdad de nuestra heterogeneidad perdió autoridad.
Entonces se enseñoreó el instinto homogenizador
en el imaginario nacional. A ese proceso se remonta la prepotencia
de los pícaros que todavía se sienten animados a vituperar
a compatriotas que desbordan su modelo estrecho de dominicanidad.
De ahí que una criolla semi-blanca pueda espetarle a una funcionaria
descendiente de chinos que ella no es dominicana o que el color negro
puro de un conciudadano pueda crearle dificultad a la hora de
votar en unas elecciones nacionales o que tener padres que hablan
creole pueda quitarle el derecho ciudadano a una persona nacida en
el país
Nuestra historia de violencia policial y militar contra
familias humildes en recurrentes desalojos de terrenos reclamados
por terratenientes e inversionistas o en las ejecuciones extrajudiciales
de una anterior campaña de lucha contra la delincuencia en
barrios marginales da a entender que el bienestar de los estratos
inferiores de la sociedad no viene al caso cuando el discurso público
invoca los mejores intereses de la ciudadanía.
Como los atropellos perpetrados contra las clases desposeídas
no provocan indignación colectiva, cabe concluir que opera
una noción de la dominicanidad que incluye solo a compatriotas
desde la clase media hacia arriba.
La dominicanidad oficial, según parece, se
circunscribe también a la parte heterosexual de la población.
Por eso, el púlpito cardenalicioen arranques homofóbicos
que suscitan sospechapuede ultrajar a los gays y a las lesbianas
o el liberal Ministro de Cultura puede en la Feria del Libro censurar
una exhibición sobre distintas orientaciones sexuales o programas
televisivos de difusión masiva como Sábado de
Corporán pueden abiertamente mofarse de los pájaros.
No sorprende, entonces, que una madre dominicana en Nueva York entienda
la sexualidad lesbiana de su hija como un contagio atribuible a su
mala junta con chicas puertorriqueñas en la gran
urbe.
Una mirada a la planificación urbana y a las
construcciones auspiciadas igual por el sector privado que por el
Estado sugiere la visión de una ciudadanía compuesta
enteramente por compatriotas no discapacitados. Pues si las personas
lisiadas y los individuos con problemas de movilidad física
cupieran legítimamente en el plano del nosotros,
la arquitectura lo reflejaría. Veríamos rampas para
sillas de ruedas y otros recursos destinados a facilitar el acceso
a la población minusválida. Las escuelas no solo equiparían
la planta física para acomodar a los niños con especiales
necesidades de desplazamiento sino que entrenarían al personal
docente y adecuarían el currículo para mejor servir
a estudiantes mudos, sordos, ciegos o con limitaciones cognitivas.
Este esbozo muestra solo algunas de las dificultades
del instinto homogenizador que prima en la noción oficial de
la nacionalidad. Añádase el desdén por los niños
y los envejecientes, así como la tendencia misógina.
Tantos segmentos sociales quedan excluidos que da trabajo figurarse
quiénes realmente son los incluidos. Como la idea de la dominicanidad
que domina los predios del poder se basa en una nación ficticia,
el esfuerzo por desmontar la perversidad de su lógica debe
continuar hasta que se logre la concordancia entre los dominicanos
que aparecen en el discurso dominante y los que pueblan la sociedad
en el país y en la diáspora. Dirigido a esa metadenunciar
la fraudulencia del discurso nacionalista oficial para desautorizar
las practicas excluyentesva el volumen de próxima aparición
Desde la Orilla: hacia una nacionalidad sin desalojos, una compilación
de textos sobre la ciudadanía y la diversidad en cuya edición
estoy colaborando con la socióloga Ramona Hernández
y el poeta Blas Jiménez. Escritas por más de 40 colegas
provenientes de disciplinas diversas, las intervenciones recogidas
en el volumen arrojan valiosa luz sobre las formas distintas de la
dominicanidad, haciéndonos ver que ser dominicano no es lo
mismo ni se escribe igual.
Suplemento Pasiones, de El Caribe, 12 de abril 2003